Llevaba meses haciendo aquel recorrido, siempre el mismo y a la misma hora, siempre sola. En algunas ocasiones había llegado a plantearse la posibilidad de que aquello fuese peligroso para ella, quizás una persona mal intencionada, un click en una cabeza arrebatada por la ansiedad o el dolor podrían convertirse en el detonante hacia la locura en una mente sana; sin embargo, le gustaba aquel camino entre penumbras, al atardecer, tras horas de reclusión dentro de la oficina y, más aún, la sensación de ocultar aquel recóndito sendero que nadie más parecía usar, incluso a sus familiares o amistades, como un templo a su soledad. El aire húmedo y cálido de un otoño casi estival y el silencio casi sagrado de la naturaleza mientras sus pasos se adentraban en el sendero que serpenteaba colina abajo, junto al mar, hasta llegar a su pueblo, convertían aquella deliciosa media hora en el momento más suyo, en el anhelo que le perseguía mientras tecleaba en su ordenador de sobremesa…
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